A LA MADRE
Eran las dulces horas matinales; dibujadas en suaves colores
entre pálido y azul
Si, era la hora en que la madre joven aún; se entregaba a
los quehaceres…
Manos campesinas en sus haberes
Desgranaba las mazorcas de maíz y con suavidad quitaba a su vez las cascaras
a las redondas papas, pero su rostro, de ojos grandes, se hallaba sumergido en
un profundo dolor
¡Ay de la madre!, que lejana y pensativa no levantaba los
ojos de las talegas blancas, de los talegos de los costales.
Sufría quizá, un
dolor indescriptible…
Si, eran las blondas
horas de la mañana; verdes chambranas en un balcón de una casita humilde.
Casita orillada junto a una carretera transitada por carros
lejanos y de sonoros ruidos
Y una niña, una niñita descalza, jugueteaba de un lado para otro, con un vestidito blanco
Gateaba ora allí, ora
allá, rodeaba a la madre con sus balbuceos, esa niñita escasamente tenía un
año, o mucho menos y la madre no la miraba, estaba tan absorta
en su dolor
¡Que de penas!, ¡que pesares hondos! ¡Que de cosas le
embargaban el pensamiento y le embargaban el alma!
Y las lágrimas rodaban, porque su pesar era tan hondo, tan
hondo
¿Lloraba la ausencia de un alguien amado?
Y la mañana avanzaba presurosa, presurosa hacia un
inexorable medio día, y la madre sufría
Y la niña, chiquilina, chiquitica presentía, la intensa
hondura del dolor, que calcinaba a esa
madre joven aún…
Y las chambranas eran verdes, pintadas de un dulce color, pero que daban la
sensación, de un algo lejano.
De un algo imperceptible quizá , si, de un algo que aún no
se comprende, pero que esta allí, al filo de la línea de los ojos, al filo de una garganta que está a
punto de romperse y de estallarse contra el cristal del cielo en solsticio
¡Ah! Pero a la niña le gustaban las chambranas verdes,
si, eran verdes como el fulgor del campo
al atardecer y sin embargo, dibujaban en
su haber, todos los colores de los sueños infantiles.
Pero eran verdes y la madre lejana y ausente y a su vez tan
cercana, tan honda y triste…
Y de repente la niña en un dulce frenesí, llena de amor
empieza a caminar, a dar sus primeros pasitos, ¡Que fulgor de solecito!
Y es entonces, cuando
la madre la mira, la ve y comienza a sonreír; si, feliz, muy feliz de que su nena tan pequeña, ha comenzado a caminar, a dar sus primeros
pasitos…
Entonces la niña, en
su corazoncito se regocija, se regocija
y sabe que de algún modo, ha ahuyentado a un negro fantasma.
Y eran las dulces horas matinales y la madre y la niña
sonríen, sonríen…
Senderos inconmensurables de la vida
Pero era que esa madre,
en su pobreza extrema o quien sabe, que razones otras,
tendría
Tenía, que
entregar a su niña a otra madre…
Y la niña tan
chiquitita lo presentía y en su
inocencia, pensó que eso
evitaría tal partida…
Beatriz Elena Morales Estrada © Copyright
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